Con 28 medallas olímpicas, 23 de ellas de oro, Michael Phelps es el atleta más condecorado en la historia de los Juegos Olímpicos. Su dominio en la piscina, especialmente en los Juegos de Pekín 2008, donde ganó ocho medallas de oro, no fue solo resultado de un talento natural. Su éxito es la historia de una combinación única de una fisiología fuera de lo común, una disciplina de entrenamiento casi inhumana y una fortaleza mental que lo hizo invencible.
Un físico para dominar el agua
La fisionomía de Michael Phelps parecía hecha a medida para la natación. Su cuerpo era una máquina perfectamente calibrada para la eficiencia acuática. Tenía una envergadura (la distancia entre sus brazos extendidos) de 2.03 metros, que era 10 centímetros más larga que su altura de 1.93 metros. Esto le daba un poder de propulsión inigualable. Además, con un torso notablemente largo y piernas cortas en proporción a su cuerpo, podía deslizarse sobre el agua con menos resistencia. A esto se le sumaba su talla de pie (47) y una hiperflexibilidad de tobillos que le permitían usarlos como aletas de buceo.
La ventaja de su cuerpo no terminaba allí. Según estudios científicos, el cuerpo de Phelps producía una cantidad menor de ácido láctico en comparación con otros atletas. El ácido láctico causa la fatiga muscular, por lo que su capacidad para recuperarse más rápido le daba una ventaja crucial en eventos de múltiples finales en un mismo día.
La disciplina que no conocía límites
El entrenamiento de Phelps era tan legendario como su carrera. Bajo la tutela de su entrenador de toda la vida, Bob Bowman, su régimen era una obsesión por la perfección. Durante su etapa de mayor rendimiento, entrenaba hasta 80.000 metros a la semana (casi 8 kilómetros al día), a menudo sin días de descanso, ni siquiera en Navidad. El propio Phelps ha afirmado: “Estuve 5 años estrictos sin perder ni un día de entreno, 365 días al año, todos los días estaba en el agua”.
Bowman le enseñó la importancia de la preparación fuera de la piscina, a la que llamaban el "entrenamiento invisible". Esto incluía una dieta de hasta 12.000 calorías diarias durante las etapas más duras y, sobre todo, una disciplina de descanso y recuperación que le permitía mantener la consistencia día tras día, sin importar el cansancio. El propio nadador ha declarado: “Los grandes hacen cosas hasta cuando no quieren. Hubo muchos días en los que no quería levantarme de la cama… Pero si tienes esos pequeños objetivos… lo harás aún mejor y más fácil”.
El arma secreta estaba en la mente
La verdadera arma secreta de Phelps no estaba en su cuerpo, sino en su mente. Él era un maestro de la preparación psicológica. Su técnica era la "fábrica de sueños", donde visualizaba cada una de sus carreras. En su mente, ensayaba cada detalle, desde el momento en que se subía al bloque de salida hasta el toque final. Esta técnica lo preparó para cualquier escenario, incluso si sus gafas se llenaban de agua, como ocurrió en Pekín 2008.
Tras su retiro, Phelps habló públicamente sobre su batalla contra la depresión y la ansiedad, lo que hizo que su regreso final en Río 2016 fuera un triunfo de la resiliencia humana. Sobre esta lucha, ha afirmado: “Todavía paso por depresión y ansiedad, a veces todos los días... Ahora puedo mirarme al espejo y ver a una persona, alguien que tiene sentimientos y emociones”. El legado de Michael Phelps es un testimonio poderoso de que la grandeza es un resultado directo de la combinación de un don natural, una dedicación incansable y una inquebrantable fortaleza mental.
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