El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, se reunirá con el presidente Nayib Bukele de El Salvador en la Casa Blanca el lunes, mientras su administración intensifica el uso de la famosa prisión salvadoreña para detener a migrantes deportados por el país norteamericano.
La colaboración entre Trump y Bukele, quien se refiere a sí mismo como el “dictador más genial del mundo”, ha facilitado un programa de deportaciones con escaso debido proceso, reseña The New York Times.
El uso de la prisión CECOT para la detención de migrantes ha generado polémica, al ser interpretado como un esfuerzo gubernamental para sortear los procedimientos migratorios y el control judicial del poder ejecutivo de Trump.
Un día antes de la reunión de los líderes, la administración Trump hizo un nuevo esfuerzo por revocar la orden de un juez federal que ordenaba la devolución de un hombre de Maryland deportado ilegalmente a la prisión.
Administración de Trump deportó a un inmigrante a El Salvador pese a la orden de un juez
El Departamento de Justicia, en una presentación judicial el domingo, argumentó que los tribunales no tenían el poder de instruir a la Casa Blanca sobre cómo repatriar a Kilmar Armando Abrego García, insistiendo en que la política exterior de los Estados Unidos es responsabilidad exclusiva del presidente.
Pese a reconocer un “error administrativo” en la deportación del señor Ábrego García, un joven padre de 29 años, el gobierno de Trump ha luchado contra su repatriación.
The New York Times recuerda que, en 2019, un juez de inmigración había dictaminado que no debía ser deportado por el riesgo de violencia o tortura en El Salvador.
Aun así, Estados Unidos lo deportó, junto a decenas de otros migrantes, el mes pasado.
El gobierno de Trump justificó la expulsión de migrantes a El Salvador, utilizando una ley de tiempos de guerra, bajo la acusación de que estos individuos pertenecen a pandillas violentas como la MS-13, originaria de Estados Unidos y con presencia en Sudamérica, y el grupo criminal venezolano Tren de Aragua.
A pesar de que ciertos deportados tenían antecedentes penales, los registros judiciales revelan que la justificación del gobierno para clasificarlos como miembros de pandillas se fundamentaba frecuentemente en pruebas superficiales, como la presencia de tatuajes o el uso de vestimenta relacionada con grupos delictivos.
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