El acné en personas adultas es un fenómeno más común de lo que se piensa y puede deberse a una combinación de factores biológicos, hormonales y ambientales. Según la ciencia, uno de los principales desencadenantes es el desequilibrio hormonal, especialmente en mujeres. Fluctuaciones en los niveles de andrógenos pueden estimular la producción excesiva de sebo, una sustancia oleosa que, al acumularse en los poros junto con células muertas de la piel, favorece la proliferación de bacterias como Cutibacterium acnes, causando inflamación y brotes.
El estrés crónico también desempeña un papel importante. Al activar la liberación de cortisol, una hormona que puede aumentar la producción de sebo, el estrés contribuye indirectamente al desarrollo del acné. Además, el estrés puede alterar la función inmunológica y agravar la inflamación cutánea, lo que empeora los síntomas en quienes ya tienen una predisposición.
Otro factor relevante es la dieta. Aunque la relación entre la alimentación y el acné aún se estudia, investigaciones sugieren que una dieta rica en azúcares refinados y productos lácteos puede influir en los niveles de insulina y hormonas similares a la insulina, lo que podría estimular la producción de sebo y la inflamación.
El uso de ciertos productos cosméticos, medicamentos como corticosteroides o anticonceptivos, y factores ambientales como la contaminación también pueden desencadenar o agravar el acné en adultos. Además, existe una predisposición genética: si hay antecedentes familiares de acné severo, es más probable que una persona lo experimente en la adultez.
Por último, enfermedades subyacentes como el síndrome de ovario poliquístico (SOP) o alteraciones endocrinas pueden manifestarse con acné persistente en adultos. En estos casos, el acné es un síntoma de un problema de salud más complejo, por lo que requiere atención médica especializada.
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